Ahora que me siento a escribir al respecto, recuerdo que no es la primera vez que lo he visto. Y éste no es un detalle menor. Entender que una misma situación puede un día ser ignorada, otro día interpretada como una cuestión pintoresca, otra vez inquietante, alguna otra vez reveladora, es una denuncia cabal de que todo a nuestro alrededor podría ser de otra manera (cosa que no sólo no es menor, sino que es quizás el motor de todos nuestros actos, entre ellos, este mismo texto).
Volvía ayer de la oficina en el subte D, no demasiado tarde, tratando de evitar la hora pico en la que se respira un aire de tensión por el solo hecho de no poder subir a los vagones. Estaba leyendo un libro bastante interesante que compré ayer (me encanta comprar libros y leerlos casi desesperadamente, en la cama, en el subte, caminando, en la hora del almuerzo), que discurría virulentamente contra el concepto de un arte elitista y la división entre un arte “alto” y uno “bajo”, denunciando las arrogancias de quienes creen que solo se puede llamar arte a una sinfonía de Beethoven.
Entre la estación Palermo y Carranza, entraron dos chicos en el vagón. Parecían hermanos, el mayor debía tener unos ocho años y el menor alrededor de cinco. Recuerdo que el más chico le preguntaba a su hermano en qué estación estaban, el otro muy orgulloso de su capacidad de lectura respondía seguro “M Carranza”. Aunque yo estaba bastante enfrascado en la lectura, apenas vi a los chicos noté que estaban ahí para pedir unas monedas.
Todos los que transitamos la ciudad estamos entrenados para identificar, con un simple golpe de vista, diferentes roles en las personas con las que nos cruzamos. En el subte podemos distinguir muy fácilmente quién es maquinista o empleado de la empresa de transportes, quién es pasajero, quién vendedor y quién mendigo. Esta tipología está asociada a una clase de comportamiento claramente diferenciado. Frente a otro pasajero, nuestra tendencia es ser más comprensivos, porque es, al menos durante el trayecto y en tanto que pasajero, nuestro igual. Pero frente a los chicos que pasan pidiendo una moneda, la reacción es muy distinta. Ellos están allí, como están otras personas que no consideramos nuestros iguales, expresando una realidad muy dolorosa. El hecho de un ser humano que, dejemos a un lado por un momento las circunstancias que lo llevan a esta situación, está pidiendo nuestra ayuda.
No estoy diciendo nada demasiado controvertido o inverosímil, si afirmo que vivimos y cooperamos en un esquema socioeconómico que sistemáticamente arroja a una cantidad importante de la población a situaciones como las que estoy mencionando. ¿Qué quiero decir con esto? Que para todos nosotros es normal cruzarnos a diario con distintas personas que piden nuestra ayuda de diferentes maneras y que ante esta realidad, nos vamos formando nuestras propias estrategias para responder a este reclamo. Porque no importa si la otra persona está con una mano tendida hacia nosotros, en una acción que nos interpela directamente, o si está durmiendo tapada con unos cartones sin reparar en que pasamos a su lado, apurados para no llegar tarde al cine. De cualquier forma, con mayor o menor conciencia, sabemos que allí hay algo injusto y sobre todo doloroso.
Si miramos nuestras reacciones y comportamientos y los de las personas de alrededor, creo que todo se podría resumir en la estrategia que persigue un “intento de indiferencia”. Algunos lo logran completamente y la interpelación del otro les es completamente indiferente, es decir, no causa en ellos ningún cambio, siquiera el de saber que aquello está pasando frente a sus narices. Para lograr este resultado todo es válido: desviar la mirada, distraernos con el cartel que encontramos más a mano, revolver en nuestras pertenencias o en nuestra memoria. Otros logran una indiferencia parcial, algo se les revuelve dentro, pero saben que no pueden hacerse cargo de resolver la situación de todas estas personas y también necesitan de una estrategia que les permita seguir viviendo y evitando que su vida cotidiana se convierta en una angustia constante. La estrategia, nuevamente, es hacer de esas personas no-personas, despojarlos de su estatus de sujeto con derechos, con sentimientos, con temores y esperanzas. Es decir, evitar entender que el otro puede ser uno mismo.
Vuelvo a lo que sucedió ayer en el subte. Los chicos tenían unas estampitas, pero en lugar de dejarlas a los que iban sentados o, simplemente extender su mano con la palma hacia arriba, ofrecían su mano para que se la estrecharan. Lo primero que generaba en las otras personas era sorpresa, porque no formaba parte de sus expectativas este gesto que suele darse entre iguales. El ofrecer la mano, no en señal de pedido, sino en señal de estrecharse, es de por sí algo difícil de ignorar. A los que estrechaban la mano de los chicos, ellos les daban un beso y les dejaban una estampita. No hubo ninguno de los que le dieron la mano a los chicos, que no les haya dado luego una moneda. El motivo es bastante claro, el contacto físico con el otro, el saludo entre iguales, desarma completamente la estrategia de ignorar que el otro es una persona, como uno.
Nuestro saludo occidental, de estrechar la mano derecha, es como el saludo oriental de agachar el torso, una señal de paz y buena voluntad. En nuestro caso, nos entregamos sin un arma en la mano, en oriente se ofrece la cabeza. Estamos mostrándonos vulnerables, corporalmente vulnerables, y explicitando ante un otro que confiamos en que él es uno de nosotros y no abusará de esa vulnerabilidad.
La estrategia de estos chicos es presentarse como personas, y es una estrategia exitosa. Anula la estrategia de tratamiento asimétrico del resto de la gente. El tratamiento asimétrico del que hablo es el de ser sensibles al dolor de ciertas personas y no al de otras, de forma completamente arbitraria. Por ejemplo, una persona puede ser completamente insensible a las matanzas realizadas en Irak o en las Torres Gemelas, pero no al asesinato de un vecino. Y es que la lejanía corporal de ciertos sucesos permite “olvidar” que los que los padecen también son personas, como uno. Siempre descreí de la Maldad, así con mayúscula. La idea de que Hitler (el mayor arquetipo de persona malvada en el siglo XX) pueda ser una persona sensible y comprensiva con otras personas cercanas a su entorno y AL MISMO TIEMPO dirigir una matanza a escala industrial, solamente es comprensible si entendemos que la gente asesinada tenía cierta parte de su condición de persona suspendida, que no eran sus iguales.
El mismo mecanismo es el que utilizamos nosotros a diario cuando ignoramos el sufrimiento de alguien sin techo, pero ayudamos sin miramientos a un amigo de un amigo que tampoco conocemos, pero que sentimos que forma parte de nuestro mismo círculo social y como tal, es un semejante. Esta estrategia permite ser indiferente ante el hambre de millones de personas, ante la injusticia sistematizada y el dolor que nos rodea y seguir con nuestras vidas como si nada pasara.
Pero hay otra estrategia, la de humanizar cada vez a más personas. La de transformar en sujetos a más humanos. Y no es necesario para esto recurrir a complicadas tecnologías. A veces una mano tendida es suficiente.
Este es un texto que leimos en clase un día que faltaron casi todos, así que lo puse acá para que lo lean porque vamos a volver sobre algunos conceptos más adelante.
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